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Essa castelhanada do resto da América - Texto Completo | Imprimir |  E-mail

Señas de identidad y fronteras culturales en O tempo e o vento1
Manuel Calderón*


El proyecto que Karl Philipp von Martius formulara en 1845 de escribir una inverosímil historia del Brasil sin tensiones, separaciones, exclusiones ni contradicciones sería asumido, cinco años más tarde, por Francisco Adolfo de Varnhagen a partir de una matriz lusitana, ya que Brasil “no quería” ser un país latinoamericano (Reis 2000:31-32), sino ese reino portugués en el exilio avant la lettre que también perseguía D. Antônio de Mariz, el hidalgo portugués de O Guarani (1857), cuando huyó de la Península renegando de la Unión Ibérica (1580-1640). La visión que este hidalgo tiene del Brasil es la misma visión lusitanista o neoportuguesa que tiene el Doctor Nepomuceno García de Mascarenhas, primer juez de Santa Fe y autor del almanaque de 1853, donde nos cuenta, con la hinchada oratoria de los rábulas del Imperio, su historia oficial (II, 330-331).[2]


Según Varnhagen y otros autores, la lucha contra un enemigo común tendría, además, la virtud de fortalecer la unidad nacional; idea que Érico Veríssimo pone en boca del Tte. Rubim Veloso (II, 473). Ricardo Amaral nos sugiere, incluso, que la guerra había determinado tanto la economía de la región (I, 136) como la forma de vida de sus habitantes: criação é que é trabalho pra homem; lavoura é coisa de português (I, 134).


Cuenta, en efecto, don Nepomuceno, cronista oficial de Santa Fe, que não houve geração que não tivesse visto pelo menos uma guerra en el Continente do Rio Grande de São Pedro (II, 329). Pero ¿acaso las relaciones entre Rio Grande do Sul y essa castelhanada do resto da América (III, 511) han sido siempre y fatalmente antagónicas, como se desprende de la novela y como ha pretendido cierta historiografía oficial?


O tempo e o vento revela el poso amargo que van dejando esas guerras en los individuos de una familia cuyas generaciones se suceden, empujadas por el viento, dentro de un tiempo que fluía e refluía, avançava ou recuava como el del propio Pe Alonso (I, 38) o el espacio-tiempo de Macunaíma.


Comienza la acción del relato en plena Revolución de 1893. Licurgo Cambará, el patriarca republicano de Santa Fe, resiste en el sobrado familiar el asedio de los maragatos mientras aborrece a su cuñada Mª Valeria, de quien se ha enamorado José Lirio, uno de los asaltantes (pues la historia civil de Rio Grande do Sul y la historia de la saga Terra Cambará forman un mismo y único entramado, desde el tiempo de las Misiones). Pero aunque el presente separe a Licurgo y a Liroca, el pasado histórico los une: los abuelos de ambos pelearon al lado de Bento Gonçalves (acusado de conspirar con el uruguayo Lavalleja para anexionar la Provincia de San Pedro a la Banda Oriental en una Federación Cisplatina) y de otros caudillos como Giuseppe Garibaldi y Davi Canabarro, empeñados en convertir los dos Estados más meridionales del Brasil en flamantes Repúblicas (I, 582-584).


A finales del siglo XIX y principios del XX, en cambio, Licurgo y su hijo Rodrigo optaron por afirmar su identidad brasileña. Por eso sostendrá este último, convertido en portavoz de la historiografía brasilista de los años 20, que la guerra farroupilha de sus bisabuelos no fue separatista (II, 456) y con el mismo ardor defenderá, ante el escéptico Chiru Mena, la unión de Rio Grande do Sul con los Estados del norte (III, 89-91).


En efecto, después de la guerra civil de 1893-95, el Partido Republicano de Rio Grande do Sul (cuyo jefe local en Santa Fe es el numantino Licurgo Cambará del primer capítulo) se convirtió en el dueño de la política regional y en representante territorial de los intereses de un Estado que, por razones geoestratégicas, estaba fuertemente militarizado. Era, además, el único partido con una ideología compartida por la plana mayor del ejércido federal: el positivismo comtiano en el que se había inspirado la Constitución estatal. Con tales presupuestos, el PRR se dedicó a promover, en los años 20,   una historiografía nacionalista destinada a exaltar el carácter brasileño de los gaúchos. Historiadores como Aurelio Porto, Souza Docca, Othelo Rodrigues Rosa o Moysés Vellinho cerraron filas en torno a ese dictado, empezando por negar que la Revolución farroupilha fuera una guerra de secesión (su separatismo era teórico o circunstancial: en el fondo, una forma más de federalismo). Los tres últimos niegan, incluso, cualquier influencia española en Rio Grande do Sul y, citando teorías racistas de Gobineau y Lapouge, llegan a afirmar que el gaucho sulino es racialmente distinto al hispanoamericano (Gutfreind 1998:131).


Con todo, la realidad histórica demuestra que las señas de identidad sulriograndense han sido, a lo largo de la historia, plurales; y las fronteras culturales, tan dinámicas y porosas como las frontera políticas (Gutfreind 1998:196). Eso es lo que, tímidamente, se atrevieron a señalar algunos historiadores sulriograndenses por los mismos años en que transcurre la primera parte: Assis Brasil, en su Historia da República rio-grandense (1882), subrayó el mestizaje de portugueses y españoles en la región y achacó la Revolución farroupilha al “contagio” racial y cultural con los pueblos hispanoamericanos; mientras Alfredo Varella, otro discípulo de Taine, afirmaba en Rio Grande do Sul: descrição física, histórica e econômica (1897) que el gaúcho sulino, uruguayo y argentino forman parte de una misma comunidad natural, ajena a las fronteras políticas.

De planteamientos como los anteriores proviene, seguramente, la insistencia del narrador en hacer depender, tanto el código de honor como el caudillismo gaúchos, de la herencia cultural española (I, 221, 363 y 505); pues la afirmación de que el caudillismo es un fenómeno exclusivo de Hispanoamérica es uno de los tópicos más repetidos por la historiografía nacionalista.


Pero el coronelismo brasileño forma parte de un fenómeno no circunscrito a la América española y vinculado a un sistema socio-político de carácter patrimonial, patriarcal y clientelista. Su base social es la familia extensa, estratificada en ramas legítimas (Floriano, Eduardo, Jango y Bibi, un típico ejemplar social de los felices años 30 de Rio de Janeiro) y bastardas (los hijos de las chinocas estupradas por los Cambará o los Amaral), cuya influencia se extiende por una vasta red de relaciones de patronazgo, respaldadas por una sólida base económica que, en Rio Grande do Sul, ha sido la de los estancieros productores de carne. La disputa por el poder y su ejercicio eran, tradicionalmente, patrimonio exclusivo de estas grandes familias (los Amaral, los Prates, los Teixeira, los Trindade, los Cambará), cuya práctica política no desdecía un punto a la de los condottieri del Renacimiento.


Sin embargo, en la última parte de la novela, Érico Veríssimo expone, por boca de Rodrigo Cambará, una curiosa teoría acerca de los héroes hispanoamericanos que él llama ecuestres para diferenciarlos de los macunaímas brasileños. Éstos, por el contrario, son una mezcla  de guerreros y taumaturgos –dice. Y lo cierto es que Arão Stein y Eduardo Cambará, con su paixão de templário, más parecen una versión laica de los monges caminheiros del Contestado que otra cosa.


Aquella no fue la única guerra santa para Stein (III, 893-894). Las guerras platinas, por la forma de pelear en ellas y por algunos rasgos de su organización (como la militarización de la sociedad y la concesión de beneficii territoriales) recuerdan también las de la Reconquista: caudillos como Amaral o Pinto Bandeira, transformados em coronéis e generais, vinham com seus peões e escravos para engrossar o exército da Coroa... e como recompensa de seus serviços, esses senhores de grandes sesmarias ganhavam às vezes títulos de nobreza, privilégios, terras, terras e mais terras (I, 94).


Otras escenas abundan en la misma idea: Chiru Caré gustaba de aquellas guerras que le recordaban las cavalhadas dos cristãos contra os mouros (I, 463); y el baile de disfraces de Santa Fe, que parodia la tradicional batalla de moros y cristianos del Levante español, será una premonitoria representación de otra guerra civil entre republicanos y monárquicos, esta vez en Rio Grande do Sul (I, 601-102).[3]


José de Alencar ya había hecho alguna alusión a la herencia cultural hispano-árabe en el Brasil. En un episodio de O Guarani, el indio Peri dedica una canción a la hija de un hidalgo portugués, cuya letra habla de los amores entre un infanção mouro y una castelã cristã. Más tarde, Gilberto Freyre (2000:272ss.) enumeraría las influencias culturales del mismo origen, transmitidas a través de la colonización portuguesa.


Fue, sin embargo, Manoelito de Ornellas (1956) quien se dedicó a investigar los indicios de esta tradición en Rio Grande do Sul, trazando un paralelismo entre la poesía criolla, los hábitos, las costumbres, el vestido y, sobre todo, la vida nómada de gaúchos y beduinos. Ornellas dedica, en particular, un capítulo a comparar los cavaleiros da Península e os gaúchos; pues la idea central del libro es que la pampa y la Península Ibérica forman una sola unidad.


No obstante, cuando los personajes de O tempo e o vento quieren referirse a lo moros, incurren en un equívoco semejante al que se produce cuando hablan de los castelhanos. A éstos se les designa así, sin distinguir entre uruguayos o argentinos, porque es una forma de significar que son los otros; es decir, los extranjeros y, a menudo, los enemigos. Asimismo, Mª Valeria llama al judío Stein musulmano, turco y hasta sírio (III, 311-312 y 889); y Liroca y el propio Stein confunden a los moros con los turcos y los árabes (III, 484).


El episodio bélico del primer capítulo es, por lo demás, el último de un largo debate entre federalismo y centralismo, identificados maniqueamente con la libertad y el despotismo; dos conceptos que, a su vez, se presentaron durante el Imperio como sinónimos de los Regímenes republicano e imperial. Pero en un país donde los derechos civiles han sido, por mor del sistema caciquil que describe Víctor Nunes (1949), patrimonio exclusivo de una minoría, la lucha contra el centralismo siempre ha supuesto defender los intereses de las oligarquías rurales. De lo que resulta que los partidarios de la centralización (ya fuera imperial o republicana) y del federalismo, en realidad lo que hacían era pleitear por el ejercicio de un despotismo estatal, en el primer caso, o un despotismo privado, en el segundo (Buarque de Hollanda 1999:177-178; Murilo de Carvalho 1996:73-76).


La raíz histórica de ese falso debate tal vez se halle en el modo en que Brasil fue formándose como nación. Si, por un lado, la minoría dirigente criolla no pudo desarrollar una tradición intelectual y jurídica al margen del despotismo ilustrado que le enseñaban en Coimbra (frente a lo ocurrido en la América española, donde se fundaron universidades desde época bien temprana: Buarque de Hollanda 1999:98; Murilo de Carvalho 1980), por otro lado, esa misma minoría promovió dos modelos sucesivos de nación que Aspásia Camargo (1996) considera fruto, respectivamente, de un “pacto patrimonial” (que arranca con la creación de las Capitanías hereditarias en 1534 y llega hasta las guerras civiles y fronterizas del Imperio y la Primera República), caracterizado por la ocupación e incorporación al poder central de un inmenso territorio prácticamente deshabitado, y  de un “pacto corporativo”, arbitrado y consolidado por Getulio Vargas, que abarcaría el periodo que va desde la proclamación de la Segunda República (1930) a la transición democrática y la Constitución de 1988.


Ahora bien, desde el punto de vista de la geografía política, la teoría patrimonial sobre la propiedad territorial del Estado fue sustituida, tras la caída del Antiguo Régimen, por otra que serviría para legitimar el expansionismo imperialista. Según esta nueva teoría, el territorio dejaba de ser objeto del dominium del Estado para convertirse en una cualidad intrínseca de ese nuevo ser colectivo llamado la Nación (Magnoli 1997:25-43). La fijación de las fronteras nacionales ha corrido pareja, desde entonces, con la formación de los Estados nacionales, propiciando que se identifique al “extranjero” con el “enemigo de la nación” (Magnoli 1997:35); o, en el caso que nos atañe, con los saqueadores y violadores de Ana Terra (los castelhanos, sobre todo) y de la madre de Pedro Misionero (los portugueses, en menor medida).


Todo lo anterior parece respaldar la tesis de que, en la formación del Brasil como nación, el espacio geográfico ha sido siempre más determinante que el tiempo histórico (Pimenta Veloso 1987); cosa que, en cierto modo, ya sostenían João Pinto da Silva y Rubens de Barcellos, en los años 20, siguiendo los presupuestos de Taine en su famosa introducción a la Historia de la Literatura inglesa (I, 399).


La primera parte de la trilogía narra el periodo histórico comprendido entre 1745 (época colonial) y 1889 (fin del Imperio). En esta fase patrimonial de la historia brasileña, el control político de la metrópoli y la falta de lazos económicos y políticos entre las capitanías se compensaron con un poder privado y oligárquico fuerte, basado en la propiedad de la tierra y, hasta 1888, en la posesión de esclavos. Sobre dicha base económica descansa el sistema patriarcal descrito por Gilberto Freyre y Buarque de Hollanda (1999:80-82); un sistema trasplantado luego al ámbito urbano, donde el senhor do ingénio y el estanciero gaúcho se convertirían en senhores do sobrado. El sobrado de Santa Fe alberga y expone, como una custodia, varias generaciones de vida íntima y patriarcal: para Cuca Lopes era el lugar de los sueños y las leyendas de la infancia; para Rodrigo escondía, en su desván, el tesoro de todas sus lecturas de infancia, adolescencia y juventud; y para Liroca é como uma pessoa, como um amigo (II, 46).


Después de un largo flash-back que ocupa toda la primera parte (O Continente) y que resume la historia de Rio Grande do Sul a través de cuatro generaciones (las de Ana Terra, su hijo Pedrinho, su nieta Bibiana, casada con Rodrigo Cambará, y su bisnieto Bolívar), llegamos al siglo XX, periodo del que se ocupan O Retrato y O Arquipélago con las andanzas de las tres últimas generaciones: las de Licurgo, su hijo Rodrigo Cambará y los hijos de éste, especialmente Floriano, alter ego del autor.

Las reflexiones del narrador y de los protagonistas no se limitan a su entorno familiar y social inmediatos (el de la Primera y Segunda Repúblicas, primero, y el de la dictadura de Getulio Vargas, después, en Santa Fe de Rio Grande y en Rio de Janeiro), sino que traspasan otras fronteras culturales con las que han estado en contacto más o menos directo: la cultura francesa, disfrutada ávidamente por el segundo Rodrigo Cambará en cuerpo (los vinos, los perfumes, la vida galante y prostibularia) y alma (las lecturas, las discusiones positivistas del Coronel Jairo Bittencourt, la religión del Hno. Jacques Meunier); la cultura germánica de los emprendedores Kunz, Schultz, Kern y Spielvogel, de los Weber y, sobre todo, del Dr. Winter, personaje central de la primera parte, quien tiene su sosias en el socarrón Tio Bicho de la última; la cultura italiana de los Carbone, los Lunardi, el Dr. Camerino y el Pe Atilo Romano; la mercantilista y represora cultura británica de la augusta vaca y del Albin College; la american way of life de las estrellas del cine mudo, la publicidad, los comics, el “otro” racismo y la técnica, pero también de la Universidad de Berkeley y la desinhibida e independiente Mandy; la cultura judía de los mascates y del profético Arão Stein; y, cómo no, la cultura española de moros y cristianos, quijotesca, mística, goyesca, incendiaria y peregrina de Pepe García y otros personajes secundarios.


La trayectoria del byroniano Rodrigo Cambará es fiel trasunto de la vida socio-política  de los años 30. Por entonces, la mayoría de los partidos carecía de ideologías y programas, sustituidos por la práctica del patronazgo y el clientelismo (Love 1996:209).  Recomponiendo ad hoc un añejo sistema de alianzas clientelar, Getulio Vargas pudo promover, así, su política  de nacionalismo desarrollista a cambio de favores y donaciones a regiones, empresas y sectores de la burocracia. En el terreno cultural contó, además, con la colaboración de intelectuales como Gilberto Freyre y Mario de Andrade, inventores de las nuevas señas de identidad brasileñas (Lippi de Oliveira 1982).


Paralelamente, si el vitalismo y la curiosidad intelectual del Dr. Winter, Rodrigo Cambará y Tio Bicho se oponen a la vulgaridad y a los prejuicios de una decadente aristocracia rural y, en general, de una sociedad paleta y xenófoba que insultaba (a la par que envidiaba) a Luzia por salirse del redil (I, 355-356); que “envolvía su indolencia en el manto prestigioso de la tradición” (III, 491) y que llevaba una vida espartana en la que se asociaban la insensibilidad artística y la austeridad material con el patriotismo y la virilidad, pasados unos años, en cambio, el mismo Rodrigo Cambará escribe un artículo, enxergando fantasmas, qual novo Quixote (nótese la insistencia del narrador en referirse a lo quijotesco como sinónimo de estrafalario y fuera de lugar), contra los “peligros” de la colonización alemana (II, 287).


En cuanto a Eduardo, será hasta tal punto víctima de las “creencias” a las que se refiere Ortega, que acabará convertido en um caudilhote (III, 18); y su hermano Floriano, impressionado e meio perplexo ante o espetáculo da fé –fé no que quer que fosse: em Deus, no esperanto, em Stalin... o en la costumbre, como es el caso de Jango, Babalo y Terêncio Prates (II, 598; III, 849-850, 896-897).


Por otro lado, el desinterés de sus paisanos por el arte y las comodidades es, para Rodrigo, el signo más claro de su ethos machista y violento, decantado en dos siglos de guerras y revoluciones (III, 163-164), muchas veces con la complicidad femenina. De forma que el machismo brutal de Novembrino Padilha (III, 846) sería sólo la expresión más primaria de una inseguridad y un temor al Otro de los que no se libra ni el mismo Rodrigo ante el tímido Wolfgang Weber (I, 536) o el perplejo Zapolska (II, 657-658) y que inútilmente tratan de disfrazar Jango y Floriano ante Sílvia y Mandy (III, 657-658 y 888).


Preso de su circunstancia personal o social (III, 19), si no náufrago a la deriva, como Arão, cada homem é uma ilha com seu clima, sua fauna, sua flora e sua história particulares... e a comunicação entre as ilhas  é das mais precárias, por mais que as apariências sugiram o contrário. São pontes que o vento leva... (III, 960) a los que sólo les queda la nostalgia del Continente batido pelo vento e pelo tempo y que puede ser cualquier cosa: Dios (para Zeca y Sílvia), el socialismo “humanista” (para Floriano) o doctrinario (para Arão y Eduardo), el Rotary Club (que sostiene A Federação, de Julho de Castillos) o la Raya Blanca de la Umbanda (para Mariquinhas Matos). Pero, sea lo que fuere, nunca deberá ser más importante que el ser humano individual y concreto (III, 223).


Después de todo lo anterior, las reflexiones de Floriano tienen una doble lectura. Así como cada hombre es una isla, podemos añadir: y cada país. Pero Vaz de Caminha creyó que la tierra recién descubierta por Cabral era una isla y la llamó Ilha da Vera Cruz. De este equívoco nació el mito fundador de la Ilha-Brasil, con su triple expresión geográfica (la “unidad natural” perseguida por el expansionismo del Imperio), étnica (los mamelucos o brasilíndios surgidos del mestizaje entre portugueses  e indígenas) y cultural (primero, de la llamada língua geral y, luego, del portugués).


A Darcy Ribeiro le parece asombroso que todas esas islas se aglutinaran en una sola nación. Lo cierto es que, desde Gilberto Freyre, se ha venido considerando la unidad lingüística como el principal factor de cohesión política del Brasil; o, dicho de otra manera, el principal puente de unión entre las islas. Y para el autor de O tempo e o vento (es decir, para Floriano) el Continente es, principalmente, la lengua con la que él intenta construir puentes literarios.


Lo malo es que las lenguas no siempre sirven para comunicarnos, como bien sabía Floriano; quien añade extrañamente: dominar e destruir também é uma maneira de integração, de comunhão (III, 220). Ni todas sirven para lo mismo, dependiendo de los prejuicios lingüísticos y culturales de Rodrigo y del propio Érico Veríssimo.


Todo lo anterior refleja, en suma, una convivencia conflictiva entre dos comunidades enfrentadas de manera excluyente. Sus afinidades son interpretadas sesgadamente o rechazadas en virtud de un nacionalismo que quiere ser hegemónico pero que, al mismo tiempo, se revela inseguro y medroso frente al Otro (la castelhanada, los gringos sulinos, el individuo particular, con su entramado de referencias e identidades personales e intransferibles).  Ésta es la manera dominante y destructiva de integración a la que se refiere Floriano en la cita anterior. Pero, al mismo tiempo, descubrimos una forma distinta y más positiva de convivir con el Otro: compartiendo una serie de valores vitales e interactuando con los demás libre y creativamente, ya sea al estilo de personajes activos como Pedro Misionero, el Dr. Winter, los colonos alemanes o italianos y el joven Rodrigo o contemplativos, como Pepe García, Roque Bandeira y Floriano.


*Manuel Calderón
é  Asesor lingüístico de la Consejería de Educación
Embajada de España  en Brasil



[1] Es un resumen del artículo del mismo título publicado en el Anuario Brasileño de Estudios Hispánicos, XI (2001), pp. 207-225.

[2] Cito con números romanos cada parte de la trilogía, seguidos por los números arábigos de las páginas, según la siguiente edición: O Continente, Editora Globo, São Paulo, 1987 (I); O Retrato, ibidem, 1978 y 1987 (II); y O arquipélago, ibidem, 1987 (III).

[3] Los jacobinos españoles del siglo XIX (siguiendo en esto a los franceses) crearon el lugar común de una Edad Media oscurantista, donde los seguidores del atroz Santiago matamoros se enfrentaban a una romántica morisma (reelaboración  de la maurofilia literaria iniciada en el siglo XV con las Guerras civiles de Granada, de Ginés Pérez de Hita).